miércoles, 25 de mayo de 2016

Sobre el honor - Carlos Arturo Navarro Ferrari


Sobre el Honor - Carlos Arturo Navarro Ferrai

Sobre el honor

Cualquiera entenderá que a través del insulto, la injusticia, la grosería y la rudeza sólo está menoscabando su honor verdadero y natural, o sea, aquel que reside en la opinión, que es involuntaria, y no en las expresiones, que son arbitrarias, pues todo lo que haga u omita repercutirá únicamente sobre su propio honor, y nunca sobre el ajeno. A partir de ese momento, todos se cuidarían de insultar, como ahora se cuidan de ser insultados, y a nadie se le ocurrirá responder a los agravios de los demás con agravios iguales o mayores, así como ahora cuando en el mercado una vendedora de legumbres o pescado nos insulta furiosa a causa de un simple empujón, no hacemos sino reírnos de su tosquedad; asimismo, todos se guardarán de descender —como dice Demóstenes— a una liza como la descrita, donde es obvio que el vencido se convierte en vencedor. Y cuando uno ya no sea educado en la quimera de considerar que las palabras insultantes vulneran su honor, ellas ya no podrán seguir hiriendo la susceptibilidad, como lo hacen ahora, sino que se volverán contra aquel que las profirió, que de ese modo se estará perjudicando a sí mismo.

Schopenhauer

In summa - Carlos Arturo Navarro Ferrari


In summa - Carlos Arturo Navarro Ferrari


In summa

Mi posición con respecto a las ofensas o a los insultos, sean estos de palabra o de obra, es que ciertamente pueden llegar a irritar o disgustar a un hombre razonable, pero que en manera alguna afectan su honor, pues este consiste únicamente en la opinión que se tiene de él, opinión que no puede ser cambiada por cosas que provienen de fuera (a menos que estemos hablando de mentes imbéciles, cuya opinión de todas formas cuenta poco); que, en consecuencia, no hay nada de malo en que dicha persona exteriorice moderadamente su irritación o disgusto, lo cual debería ser excusado entonces como una muestra de debilidad humana, y no exigido como un deber para con su honor; y que, en fin, si aquel lograse pensar de manera lo suficientemente magnánima como para hacer caso omiso de lo sucedido, su honor, en lugar de disminuir, se vería acrecentado.

Schopenhauer

Boomerang - Carlos Arturo Navarro Ferrai

Boomerang - Carlos Arturo Navarro Ferrari


Boomerang

Vemos así que los buenos antiguos estaban convencidos de que las palabras y las obras sólo honran o deshonran a aquel de quien proceden, y a nadie más. En eso coinciden con un ingenioso autor italiano de nuestros días, Vicenzo Monti, para quien las injurias son como las procesiones religiosas, que regresan siempre a su punto de partida.


Schopenhauer

El honor procede del individuo y nadie o nada más - Carlos Arturo Navarro Ferrari


El honor procede del individuo y de nadie más - Carlos Arturo Navarro Ferrari


El honor procede del individuo y nadie o nada más

La negatividad no debe, sin embargo, confundirse con pasividad. No por negativo el carácter del honor deja de ser sumamente activo: es decir, procede del individuo sobre el que recae el honor, y de nada o nadie más. Nuestro honor procede desde dentro, no desde fuera (en cuyo caso sería pasivo); hunde en nosotros sus raíces, aunque florezca externamente; y se basa en lo que hacemos y omitimos, y no en lo que nos pueda suceder; es una τῶν ἐφ ἡμῖν [«una de las cosas que dependen de nosotros»]. Nada ni nadie, sin excepción de la calumnia, nos lo puede arrebatar, o conceder; por lo que resulta más apropiado decir que cada cual es el forjador de su honor, que decir que lo es de su felicidad.
Y aunque es cierto que la opinión general está, como la individual, sujeta al error y al engaño, no lo está, ni de lejos, en el mismo grado o duración que esta última; ya que el público, o sea, el círculo de influencia de cada cual, es un Argos de cien ojos que todo lo ven: se lo puede engañar, pero nunca a la larga; y el honor se basa en asuntos en los que el público es juez competente, siempre que disponga de los datos suficientes. La calumnia termina por descubrirse y la hipocresía es finalmente desenmascarada. De ahí que para conservar el honor no haya medio más seguro que el de ser digno del mismo, es decir, que en obras y acciones uno se mantenga fiel a la verdadera rectitud. La mayoría de la gente suele, por ello, identificar al honor con esta su fuente, sin distinguir entre el significado de uno y otra; y eso explica también que, no obstante hallarse el honor completamente fuera de nosotros, a saber, en la cabeza de los demás, solamos considerarlo como parte integral de nuestra personalidad, lo que viene confirmado por todas las expresiones con las que usualmente nos referimos a él, como «un hombre de honor», o «un hombre sin honor». E incluso llegamos a aplicar esta última expresión a quien, no habiendo perdido todavía su honor, demuestra con su conducta que no le importa un ápice conservarlo.


Schopenhauer

martes, 24 de mayo de 2016

Epícteto, Cicerón, Séneca - Carlos Arturo Navarro Ferrari

Epicteto,Cicerón,Séneca - Carlos Arturo Navarro Ferrari
(cc)Jorge santiago

Aprendiendo a despreocuparse
Epícteto, Cicerón, Séneca
Es mala suerte que comience a llover justo cuando estás a punto de salir de casa. Pero si has de salir, aparte de ponerte un impermeable, coger un paraguas o cancelar tu cita, no hay mucho que puedas hacer al respecto. Por mucho que quieras, no puedes detener la lluvia. ¿Deberías molestarte por ello? ¿O simplemente tomártelo con filosofía? «Tomárselo con filosofía» significa aceptar lo que no puedes cambiar. ¿Y qué hay del inevitable proceso de envejecimiento y la brevedad de la vida? ¿Cómo deberías sentirte respecto a esta condición del ser humano? ¿Igual?

Cuando la gente dice que se toma con «filosofía» lo que le sucede, está utilizando la palabra del mismo modo que lo habría hecho un estoico. El término «estoico» proviene de la Stóa poikilé, que era un pórtico pintado en Atenas en el que estos filósofos se solían encontrar. Uno de los primeros fue Zenón de Citio (334-262 a. C.). Los primeros estoicos griegos tenían opiniones sobre una amplia gama de problemas filosóficos relativos a la realidad, la lógica y la ética. Pero se los conocía sobre todo por sus ideas sobre el control mental. Su idea básica es que sólo deberíamos preocupamos por las cosas que podemos cambiar. No deberíamos inquietarnos por nada más. Al igual que los escépticos, su objetivo era alcanzar la serenidad mental. Incluso ante hechos trágicos, como la muerte de un ser querido, el estoico debía permanecer impasible. Aunque aquello que suceda no esté bajo nuestro control, nuestra actitud ante ello sí que lo está.

En el corazón mismo del estoicismo se encuentra la idea de que somos responsables de lo que sentimos y pensamos. Podemos elegir cómo reaccionamos ante la buena y la mala suerte. Para algunas personas, las emociones son como el tiempo. Los estoicos, en cambio, consideran que lo que sentimos en una determinada situación o acontecimiento es decisión nuestra. Las emociones no nos suceden. No tenemos por qué sentirnos tristes cuando no conseguimos lo que queremos; tampoco por qué enfadarnos cuando alguien nos engaña. Creían que las emociones nublan el pensamiento y perjudican el juicio. No sólo deberíamos controlarlas, sino también, en la medida de lo posible, prescindir de ellas.

Originariamente, Epícteto (55-135 d. C.), uno de los estoicos más conocidos, era esclavo. Pasó por muchas penurias y sabía lo que era el dolor y el hambre (incluso cojeaba por culpa de una paliza). Cuando declaró que la mente podía permanecer libre incluso cuando el cuerpo está siendo esclavizado, partía de su propia experiencia. No era una mera teoría abstracta. Sus enseñanzas incluían consejos prácticos sobre cómo soportar el dolor y el sufrimiento. Se reducían a lo siguiente: «Nuestros pensamientos dependen de nosotros». Esta filosofía inspiró al piloto de combate norteamericano James B. Stockdale, que fue derribado en Vietnam del Norte durante la guerra de Vietnam. Stockdale fue torturado muchas veces y confinado en una celda incomunicada durante cuatro años. Consiguió sobrevivir aplicando lo que recordaba de las enseñanzas de Epícteto de un curso al que había asistido en la universidad. Mientras descendía con su paracaídas sobre territorio enemigo, decidió que, por duro que fuera el trato que recibiera, se mantendría imperturbable. Si no podía cambiar la situación, no dejaría que le afectara. El estoicismo le proporcionó la fuerza para superar un dolor y una soledad que habrían destrozado a la mayoría de las personas.

Esta dura filosofía comenzó en la Antigua Grecia, pero floreció durante el Imperio Romano. Dos importantes escritores que ayudaron a divulgar las enseñanzas estoicas fueron Marco Tulio Cicerón (106-43 a. C.) y Lucio Anneo Séneca (I a. C.-65 d. C.). La brevedad de la vida y el inevitable envejecimiento eran algunos de los temas que les interesaban en particular. Admitían que envejecer es un proceso natural, y no intentaban cambiar lo que no se puede cambiar. Al mismo tiempo, sin embargo, creían que había que aprovechar al máximo nuestro breve tiempo aquí.

A Cicerón los días parecían cundirle más que a la mayoría: además de filósofo era abogado y político. En su libro Sobre la vejez identifica los cuatro problemas principales del envejecimiento: cuesta más trabajar, el cuerpo se debilita, el goce de los placeres físicos disminuye y la muerte está cada vez más cerca. El envejecimiento es inevitable pero, tal y como Cicerón sostenía, podemos elegir cómo reaccionamos ante este proceso. Deberíamos admitir que el declive de la vejez no tiene por qué hacer la vida insoportable. En primer lugar, gracias a su experiencia, la efectividad de los ancianos puede ser a menudo mayor y el esfuerzo que necesitan hacer, menor. El cuerpo y la mente no tienen por qué deteriorarse drásticamente si se ejercitan. Y aunque los placeres físicos se disfruten menos, los ancianos pueden dedicarle más tiempo a la amistad y la conversación, cosas en sí mismas muy gratificantes. Finalmente, creía que el alma vivía para siempre, de modo que los ancianos no debían preocuparse por la muerte. La actitud de Cicerón era que deberíamos aceptar el proceso natural del envejecimiento y admitir que la actitud que adoptamos respecto a este proceso no tiene por qué ser pesimista.

Séneca, otro gran divulgador de las ideas de los estoicos, manifestó una opinión similar cuando escribió acerca de la brevedad de la vida. No se suele oír a nadie quejarse de que la vida es demasiado larga. La mayoría dice que es muy corta. Hay muchas cosas que hacer y muy poco tiempo para hacerlas. En palabras del griego de la Antigüedad Hipócrates: «La vida es corta; el arte, duradero». Los ancianos que ven acercarse la muerte a menudo desearían contar con unos pocos años más para llevar a cabo lo que realmente querían hacer en la vida. Pero suele ser demasiado tarde y terminan lamentándose por lo que podrían haber sido. En este sentido la naturaleza es cruel. Justo cuando empezamos a entender de qué va la cosa, nos morimos.

Séneca no estaba de acuerdo con este punto de vista. Polifacético como Cicerón, además de filósofo, encontró tiempo para ser autor teatral, político y un exitoso hombre de negocios. Para él, el problema no es lo corta que es nuestra vida, sino lo mal que la mayoría empleamos el tiempo del que disponemos. Una vez más, era nuestra actitud respecto a los aspectos inevitables de la condición humana lo que más le importaba. No deberíamos enojarnos porque la vida sea corta, sino intentar aprovecharla al máximo. Señaló que algunas personas desaprovecharían mil años con la misma facilidad que la vida que tienen. E incluso entonces, probablemente todavía se quejarían de que la vida es demasiado corta. En realidad, la vida suele ser suficientemente larga para hacer muchas cosas si tomamos las decisiones correctas y no la malgastamos en tareas inútiles. Algunos van detrás del dinero con tal energía que no tienen tiempo para hacer mucho más; otros caen en la trampa de dedicar todo su tiempo libre a la bebida y el sexo.

Séneca creía que si uno espera a la vejez para descubrir esto, será demasiado tarde. Tener el pelo blanco y arrugas no garantiza que un anciano se haya pasado mucho tiempo haciendo cosas que valgan la pena, aunque algunas personas actúan erróneamente como si así fuera. Alguien que se hace a la mar y es empujado de un lado a otro por vientos tempestuosos no ha viajado. Sólo ha sido zarandeado. Lo mismo sucede con la vida. Estar fuera de control, pasar de un acontecimiento a otro sin encontrar tiempo para las experiencias más valiosas y significativas, no tiene nada que ver con vivir de verdad.

La parte positiva de vivir bien la vida es que no tienes que preocuparte de tus recuerdos cuando seas mayor. Si pierdes el tiempo, no querrás echar la vista atrás y pensar en cómo has pasado la vida, pues probablemente te resultará demasiado doloroso darte cuenta de todas las oportunidades que has desperdiciado. Por eso creía Séneca que hay tanta gente preocupada por trivialidades; es un modo de evitar la verdad sobre lo que no han conseguido hacer. Él urge a sus lectores a alejarse de la multitud y a no esconderse de sí mismos bajo el pretexto de estar demasiado ocupados.

Así pues, ¿cómo creía Séneca que deberíamos emplear nuestro tiempo? El ideal estoico es vivir como un recluso, alejado del mundo. El modo más fructífero de vivir, declaró —con perspicacia—, es estudiar filosofía. Ésta es una forma de estar verdaderamente vivo.


Séneca tuvo muchas oportunidades de practicar lo que predicaba. En el año 41, por ejemplo, fue acusado de tener una aventura con la hermana del emperador Calígula. No está claro si efectivamente la tuvo o no, pero el resultado fue que lo exiliaron y pasó en Córcega los siguientes ocho años. Luego su suerte volvió a cambiar y lo llamaron de Roma para que ejerciera de tutor del niño de 12 años que se convertiría en el siguiente emperador: Nerón. Más adelante, Séneca sería su asesor político y le escribiría los discursos. Esta relación, sin embargo, terminó muy mal: otro giro de la suerte. Nerón acusó a Séneca de formar parte de un complot para asesinarle. Esta vez, Séneca no tenía escapatoria. Nerón le ordenó que se suicidara. Negarse a ello estaba fuera de toda discusión y de todos modos habría conducido a la ejecución. Resistirse habría sido inútil. Finalmente, Séneca se quitó la vida y, fiel a su estoicismo, se mostró sereno y tranquilo hasta el final. Una forma de ver las principales enseñanzas de los estoicos es como si fueran una especie de psicoterapia; una serie de técnicas psicológicas que harán nuestra vida más tranquila. Líbrate de esas problemáticas emociones que nublan tu pensamiento y todo te resultará más sencillo. Lamentablemente, aunque consigas calmar tus emociones, puede que descubras que has perdido algo importante. El estado de indiferencia por el que abogaban los estoicos puede que reduzca la infelicidad ante los hechos que no podemos controlar. Pero a costa de volvernos fríos, despiadados y quizá incluso menos humanos. Si ése es el precio de conseguir la calma, puede que sea demasiado alto.

 (*Nigel Warburton. En “Una pequeña Historia de la Filosofía")

lunes, 23 de mayo de 2016

Epicuro - Carlos Arturo Navarro Ferrari

Epicuro - Carlos Arturo Navarro Ferrari
(CC)123RF


El sendero del jardín
Epicuro

Imagina tu funeral. ¿Cómo será? ¿Quién asistirá? ¿Qué dirán? Necesariamente, lo visualizas todo desde tu propia perspectiva. Es como si observaras la escena desde un lugar concreto, quizá desde las alturas, o sentado entre los asistentes. Mucha gente cree que hay una verdadera posibilidad de que después de morir dejemos atrás el cuerpo físico y sobrevivamos como una especie de espíritu y seamos capaces de ver qué sucede en este mundo. En cambio, aquellos que creemos que la muerte es el final, tenemos un problema. Cada vez que intentamos imaginar que no estamos presentes, tenemos que hacerlo imaginando que sí lo estamos, observando lo que sucede en nuestra ausencia.

Tanto si puedes imaginar tu propia muerte como si no, parece algo bastante natural sentir cierta inquietud ante la idea de no existir. ¿A quién no le da miedo su propia muerte? Si hay algo que nos puede provocar desazón, es precisamente eso. Parece perfectamente razonable preocuparse por la idea de morir aunque haya de suceder dentro de muchos años. Es instintivo. Muy pocas personas vivas no han pensado nunca profundamente al respecto.

El filósofo de la Antigua Grecia Epicuro (341-270 a. C.) sostenía que sentir miedo a la muerte es una pérdida de tiempo y que está basado en una lógica pésima. Es un estado mental a superar. Si uno piensa bien en ello, la muerte no debería provocarle inquietud alguna. Una vez superado el miedo, será capaz de disfrutar mucho más de la vida, lo cual para Epicuro era extremadamente importante. El objetivo de la filosofía, creía él, es mejorar la vida de uno, ayudarnos a encontrar la felicidad. A algunas personas les parece algo morboso pensar demasiado en la muerte, pero para Epicuro era un modo de vivir con mayor intensidad.

Epicuro nació en la isla griega de Samos, en el mar Egeo, si bien la mayor parte de su vida la pasó en Atenas, donde se convirtió en algo así como un ídolo y atrajo a un grupo de estudiantes que vivían con él como en una comuna. El grupo incluía mujeres y esclavos (algo poco común en la Atenas antigua). Esto no le hizo precisamente popular, salvo entre sus seguidores, que prácticamente le adoraban. Esta escuela filosófica la dirigía desde una casa con jardín que pasó a ser conocida como El Jardín.

Al igual que muchos otros filósofos de la Antigüedad (y algunos modernos como Peter Singer, Epicuro creía que la filosofía debía ser práctica. Debería cambiarte la vida. Así pues, para quienes se unieron a él en El Jardín, más que simplemente aprender su filosofía, lo importante era ponerla en práctica.

Para Epicuro, la clave de la vida era reconocer que todos buscamos el placer. Es más, evitamos el dolor siempre que podemos. Eso es lo que nos empuja a seguir adelante. Eliminar el sufrimiento de nuestras vidas e incrementar la felicidad hará que todo vaya mejor. El mejor modo de vivir, pues, es éste: llevar un estilo de vida muy sencillo, ser amable con la gente, y rodearse de amigos. De este modo podrás satisfacer la mayoría de tus deseos y no desearás algo que no puedes obtener. De nada sirve sentir la necesidad imperiosa de poseer una mansión si jamás tendrás el dinero necesario para comprarte una. No te pases toda la vida trabajando para conseguir algo que probablemente está más allá de tu alcance. Es mejor vivir de un modo sencillo. Si tus deseos son sencillos, serán fáciles de satisfacer y tendrás el tiempo y la energía para disfrutar de las cosas que importan. Ésta era su receta para la felicidad y, ciertamente, tiene mucho sentido.

Esta enseñanza era una forma de terapia. La intención de Epicuro era curar el dolor mental de sus alumnos y sugerir cómo hacer más llevadero el dolor físico mediante la rememoración de placeres pasados. Consideraba que los placeres son disfrutables en el momento, pero que también lo son cuando los recordamos más adelante, de modo que sus beneficios pueden ser duraderos. De hecho, cuando estaba a las puertas de la muerte, Epicuro le contó a un amigo en una carta que se distraía de la enfermedad recordando sus conversaciones pasadas.

Todo esto es muy distinto al significado que la palabra «epicúreo» tiene hoy en día. De hecho, es casi lo opuesto. Un «epicúreo» es alguien que adora la buena comida y que se entrega al lujo y al placer sensual. Los gustos de Epicuro eran mucho más sencillos de lo que esto sugiere. Él predicaba la necesidad de ser moderado. Sucumbir a la avaricia de los apetitos no haría sino crear más deseos y al final provocaría la angustia mental del deseo no satisfecho. Este tipo de vida debe evitarse. La dieta de Epicuro y sus seguidores consistía en pan y agua, no en comidas exóticas. Si uno comienza a tomar vino caro, pronto querrá beber otro vino todavía más caro y finalmente quedará atrapado en la trampa de desear cosas que no puede conseguir. A pesar de ello, sus enemigos aseguraban que en la comuna de El Jardín los epicúreos se pasaban la mayor parte del tiempo comiendo, bebiendo y manteniendo relaciones sexuales entre sí en una orgía sin fin. Así es como se inició el significado moderno de «epicúreo». Si los seguidores de Epicuro realmente hubieran hecho todo eso, habría ido en contra de las enseñanzas de su líder. Lo más probable, pues, es que se tratara de un rumor malicioso.

Una cosa a la que Epicuro sí dedicó mucho tiempo fue a escribir. Fue muy prolífico. Al parecer escribió más de trescientos libros en rollos de papiro, aunque ninguno ha sobrevivido. Lo que sabemos de él proviene básicamente de los apuntes de sus seguidores. Éstos se aprendían sus libros de memoria, pero también pusieron sus enseñanzas por escrito. Algunos de sus rollos sobrevivieron en fragmentos, preservados por la ceniza volcánica que cayó en Herculano, cerca de Pompeya, cuando el monte Vesubio entró en erupción. Otra importante fuente de información acerca de las enseñanzas de Epicuro es el largo poema Sobre la naturaleza de las cosas, del poeta y filósofo romano Lucrecio. Compuesto más de doscientos años después de la muerte de Epicuro, este poema resume las enseñanzas clave de su escuela.

Así pues, volviendo a la pregunta que Epicuro hacía, ¿por qué no deberías temerle a la muerte? Una razón es que no la experimentarás. Tu muerte no será algo que te pase a ti. Cuando suceda tú ya no estarás ahí. El filósofo del siglo XX Ludwig Wittgenstein se hizo eco de esta idea cuando en su Tractatus Logico-Philosophicus escribió: «La muerte no es un acontecimiento de la vida». Lo que está diciendo con esto es que los acontecimientos son cosas que experimentamos; la muerte, sin embargo, es precisamente la supresión de esa posibilidad de experimentar, no algo de lo que seamos conscientes y a lo que, de algún modo, podamos sobrevivir.

Cuando imaginamos nuestra propia muerte, sugirió Epicuro, la mayoría de nosotros cometemos el error de pensar que una parte de nosotros todavía sentirá lo que le sucede a nuestro cuerpo muerto. Pero esto no deja de ser un malentendido acerca de lo que realmente somos. Estamos encadenados a nuestros cuerpos, a nuestra carne y a nuestros huesos. Epicuro creía que estamos compuestos de átomos (aunque lo que él quería decir con este término se aleja un poco de lo que los científicos modernos designan con él). Una vez que estos átomos se disgregan con la muerte, dejamos de ser individuos con conciencia. Incluso si alguien pudiera volver a unir cuidadosamente todos los trozos más adelante y devolviera a la vida este cuerpo reconstruido, ya no tendría nada que ver conmigo. El nuevo cuerpo viviente no sería como yo, a pesar de tener mi apariencia. No sentiría sus dolores, porque una vez que el cuerpo deja de funcionar nada puede devolverlo a la vida. La cadena de la identidad habría quedado rota.

Otra forma en que Epicuro creía que podía curar a sus seguidores del miedo a la muerte era señalando la diferencia entre lo que sentimos respecto al futuro y lo que sentimos respecto al pasado. Nos preocupamos por uno pero no por el otro. Piensa en el tiempo anterior a tu nacimiento. Hubo un tiempo en el que no existías. No sólo las semanas en las que estabas en el útero de tu madre y habrías podido nacer prematuramente, ni el momento previo a tu concepción en el que no eras más que una posibilidad para tus padres, sino los billones de años anteriores a tu existencia. No solemos preocuparnos por todos esos milenios previos a nuestro nacimiento. ¿Por qué debería nadie preocuparse por todo ese tiempo en que todavía no existía? Y, si no lo hacemos, ¿por qué deberíamos preocuparnos acerca de todos los eones de inexistencia posteriores a nuestro fallecimiento? Nuestro pensamiento es asimétrico. Estamos predispuestos a preocuparnos más por el tiempo posterior a nuestra muerte que por el anterior a nuestro nacimiento. Epicuro creía que esto era una equivocación. Una vez lo has comprendido, deberías comenzar a pensar en el tiempo posterior al fallecimiento del mismo modo que lo haces respecto al anterior al nacimiento. Así dejará de ser una gran preocupación.

A algunas personas les preocupa mucho que puedan terminar castigándolas en una vida posterior a la muerte. Epicuro también desechó esta preocupación. Los dioses no están interesados en su creación, les dijo con convicción a sus seguidores. Existen en otro plano, y no se implican en los asuntos de nuestro mundo. Así que no pasa nada. Ésta es la cura: la combinación de estos dos argumentos. Si ha funcionado, ahora deberías sentirte mucho más tranquilo sobre tu futura inexistencia. Epicuro resumió toda su filosofía en su epitafio:
«No era, he sido, no soy, no me importa».

Si crees que somos meros seres físicos, compuestos de materia, y que no existe peligro de que nos castiguen después de la muerte, puede que el razonamiento de Epicuro te convenza de por qué no hay que temer a la muerte. Es posible que aun así todavía te preocupe el proceso de morir, algo con frecuencia doloroso y que sin duda sí experimentamos. Esto es cierto aunque no sea razonable inquietarse ante la propia muerte. Recuerda, sin embargo, que Epicuro creía que los buenos recuerdos pueden mitigar el dolor, de modo que también tenía una respuesta para eso. Si, por el contrario, crees que eres un alma dentro de un cuerpo, y que esta alma puede sobrevivir a una muerte corporal, es probable que la cura de Epicuro no te sirva: serás capaz de imaginar una existencia incluso después de que tu corazón haya dejado de latir.

Los epicúreos no eran los únicos que consideraban la filosofía una especie de terapia: la mayoría de los filósofos griegos y romanos lo hacían. Los estoicos, en particular, son famosos por sus lecciones sobre cómo ser psicológicamente fuerte ante acontecimientos desafortunados.


 (*Nigel Warburton de “Una pequeña Historia de la Filosofía")

viernes, 8 de abril de 2016

La espera – Rubén C. Navarro subido por Carlos Arturo Navarro Ferrari

La espera – Carlos Arturo Navarro Ferrari
(cc)123rf

Si tú vinieras
desde tu lontananza de misterio, 
cualquier día sin fecha
a cualquier hora sin tiempo,
en cualquier minuto amable
sin péndulo,
mi soledad se haría luminosa
¡Y cantarían todas las voces cardinales
en mi opaco silencio…!


Si tú vinieras,
lumbre de mis besos
intactos, 
brasa de mi deseo lacerante
y siempre insatisfecho;
tentación de mis ojos
dormidos y despiertos,
mi carne magullada
florecería de nuevo
en frescura
de pétalos;
mi corazón cartujo
rasgaría sus hábitos complejos
para amarte con júbilo
de liberto
y mi mente creadora
marcaría la elíptica de un verso
definitivo, 
eterno,
que no lo he soñado nunca;
ni cuando a ti te sueño…


¡Si tú vinieras! ¡Ah, si tú vinieras
a librarme del yermo;
a desgarrar
el velo
pavoroso
de mi opaco silencio;
a ser canción eterna
en la voz del deseo;
música jubilosa
en el clavicordio del sueño;
luna de madrigales en las frondas
de mis álamos negros;
sol de ritmos paganos en las bardas
horizontales de mi mundo estrecho;
sinfonía nupcial en la madura
tentación de mi beso;
nudo de serpentinas orquestales
en la llama florida de mi cuerpo…!


¡Ah, si tú vinieras
en el tiempo sin tiempo,
sin hoy y sin mañana,
sin día, sin hora, sin minuto, sin péndulo!


¡Ah, si vinieras
desde tu lontananza de misterio!
¡Qué júbilo de vida
para mí que te espero
hace siglos de siglos
en la encrucijada del sueño,
con los brazos
abiertos
como los Cristos mudos
que espían el silencio…!


¡Cómo te adoraría mía, mía,
en la profusa eternidad sin tiempo…!